El periodismo ha muerto… ¡viva la comunicación!

Posted on 21 May 2012

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Como la arena entre las manos, así se nos pasa la vida. Como un malabarista que intenta coger otra y otra y otra pelota, así recibimos la información. ¿Por qué la información se ha convertido en un bien de primera necesidad y nos angustia cada día más? ¿Por qué los medios de comunicación viven en un histérico «más difícil todavía» intentando que cada titular sea el definitivo? Sobre estas y otras cuestiones vamos a intentar arrojar algo de luz en este post.

La información, como un goteo del que no nos hemos dado cuenta, se ha convertido en un bien de primera necesidad. Porque con ella tomamos decisiones: elegimos una o otra película, vamos de viaje a un destino o a otro, escogemos un producto u otro… Eso, en el ámbito doméstico. Si lo trasladamos a niveles macro, la información es el factor fundamental que define desde cualquier transacción financiera hasta el presupuesto de una empresa o la política económica de un país.

La información siempre ha existido. Hasta hace unos años los canales a través de los que nos llegaba eran más cercanos, más palpables, más analógicos. Al boca a boca lo sustituyó el periódico; al periódico, la radio y la televisión; y a estos, las redes sociales. Ahora es fácil y a veces hasta más rápido conocer el resultado de un derbi deportivo o de unas elecciones consultando Twitter en el móvil que escuchando la radio o incluso navegando por cualquier web. Y es que el tradicional esquema emisor -> mensaje -> receptor ya no tiene sentido hoy. Todos somos emisores y receptores, y entre todos contribuimos a rellenar la cesta de la compra de los mensajes, de la que también nos servimos al gusto.

Y mientras la información fluye y fluye, al periodismo se le escapa entre las manos. De hecho, el periodismo ha muerto y sólo queda comunicación. Puede que aún no sea una comunicación entre iguales, completamente horizontal, pero ya no es patrimonio de unos pocos. Y esos pocos no se enteran. Ni los directivos ni los directores. Lógico, por otra parte, si se pasan la vida de tertulia en tertulia mirándose sus orondos ombligos. Ni dirigen sus medios ni perciben los cambios, por mucho que ofrezcan regalos por llegar a un número redondo de tuiteros, como si el asunto consistiese en una rifa de mercadillo.

Tampoco los nostálgicos quieren reconocer la realidad: sí, podemos decir que siempre se necesitará un profesional que filtre la información, la diseccione, la ordene y la ofrezca construyendo un relato coherente de causas, hechos y consecuencias. Pero se olvidan de lo fundamental (como siempre): del lector para el que escriben. Y es que el lector, el oyente, el espectador, el usuario… antes que todo eso, es ciudadano. Afortunadamente, ciudadano que cada vez lee más, busca, comprende y decide más. Sin necesidad de que ningún púlpito le diga lo que está bien y lo que está mal. Por eso es tan indignante, tan absolutamente insultante, que haya medios de comunicación tan rabiosamente parciales. Evidentemente, responden a unos intereses económicos y políticos, y las empresas privadas pueden hacer con su dinero lo que quieran; pero algunas portadas que hemos visto en los últimos tiempos han sido sencillamente repugnantes por subjetivas y provocadoras.

Y si ya es cuestionable que las empresas privadas se pasen por alto la ética periodística en pos de sus fervientes fans o sus lobbies económicos, que esto ocurra en empresas públicas es denunciable desde el punto de vista social y fiscal. Eso es lo que ha pasado con los medios autonómicos, que los gobiernos de turno han convertido en perversos juguetes sobados a su antojo para finalmente darles la patada.

La objetividad no existe. Es imposible. Pero es posible (y exigible) la ética. Es posible contar las cosas tal y como han sucedido, haciendo un relato de hechos blanco y contrastado con distintas partes. Sólo entonces le daremos al ciudadano todos los elementos de juicio para que sea él quien tome partido. Pero lo que está ocurriendo es justo lo contrario: al ciudadano se le presentan juicios ya cerrados, y eso sólo responde a dos posibles causas. O bien los directores/directivos creen que su receptor es tonto (en cuyo caso, están completamente ciegos), o bien realizan un simple ejercicio de radicalismo para la parroquia afín o para el que pone la pasta (en cuyo caso, demuestran que siguen en su atalaya frentista). Por eso son tan ridículas algunas de esas tertulias a lo ‘Sálvame’. El periodista puede tomar partido; es más, debe tomar partido. Pero lo tiene que hacer teniendo como única línea editorial valores humanos que son (o deberían ser) universales: justicia, equilibrio, protección del desfavorecido, control crítico de los poderes públicos…

En esa parálisis de la búsqueda del titular impactante como único objetivo que sirva para cubrir el día, los medios no se dan cuenta de que ya no influyen. O precisamente puede que sí lo hayan detectado pero intentan aferrarse mediante lo primero a ese estatus que antes les concedíamos. Pero la comunicación va por otros derroteros. El ciudadano no quiere que le adoctrinen. Por eso, inmersos como estamos en una brutal depresión financiera que se está llevando todo por delante, no sabemos ni cuándo ni cómo saldremos. El sector de la comunicación está siendo uno de los más afectados, quizás también debido a su correspondiente burbuja, la universitaria. Y posiblemente la solución esté en lo más sencillo: la vuelta a los orígenes, a lo local, a lo más cercano, que es lo que de verdad le importa al ciudadano. Problemas reales. Nada más. Y nada menos.

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